LA LIBRERÍA DE HORACIO
BIBLO
Encontrarse en
aquel pueblo, donde la mayoría de la gente no había visto un libro ni en
fotografía, con la librería de Horacio Biblo equivalía a encontrarse una lozana
margarita en medio del desierto. Por eso, aquella librería era un lugar muy
especial para mí. Significaba un verdadero refugio donde acudir cuando estaba
preocupada por algo, o algún asunto complicado me quitaba el sueño. Mis dos
amigos disfrutaban de veras ayudándome a resolver enigmas y misterios.
Y luego estaban Crispín, el perro de Lucas, y los gatos del
señor Horacio. ¡Cómo le gustaban los gatos al librero!. Siempre tenía siete u
ocho, de todos los tamaños y colores, en la tienda, dormitando en su escritorio
o entre los libros de las estanterías. ¡Sí! ¡Me encantaba aquella
librería!
Crispín vino
corriendo a mi encuentro cuando asomé por la puerta. No paraba de hacerme
fiestas y de ladrar de alegría, agitando sus orejas volanderas, modelo “Dumbo”.
-¡Crispín, estate
quieto o la vas a tirar!- su amo acudió en mi ayuda muerto de risa.
Lucas era
menor que yo, tan sólo nos llevábamos siete meses y catorce días, pero yo le
sacaba la cabeza entera. “Eso es ahora, las niñas os ponéis muy grandonas con
tu edad, pero espera que pasen dos o tres años y tendrás que ponerte de
puntillas para hablar conmigo”, me decía. Yo no me enfadaba, era el mejor amigo
que tenía en el pueblo y, por supuesto, era también mi socio durante las
vacaciones. Entre los dos habíamos resuelto más de un caso complicado.
Lucas tenía tres grandes aficiones: los libros, el fútbol, y
el estudio de la naturaleza; de mayor quería ser biólogo. Conocía todo tipo de
hierbajos y de bichos, por más extraños que nos puedan parecer al resto de los
mortales. Y como ya os he dicho, mi
amigo tampoco entendía de horas cuando se trataba de dar patadas a un balón o
de leer. Era capaz de leer hasta las instrucciones para montar una lavadora, si
caían en sus manos. Su curiosidad no tenía límite. Por eso era verdaderamente
feliz, ayudando durante las vacaciones al señor Horacio en la librería.
-Te estábamos
esperando -me dijo Lucas, guiñándome un ojo y señalando con disimulo hacia el
escritorio del señor Horacio-.Tenemos trabajo.
“¡Esto empieza
bien!”, pensé mientras saludaba desde la puerta al señor Horacio, que me
devolvió el saludo agitando alegremente su mano, “acabo de aterrizar en el
pueblo y ya hay asuntos que investigar”.
El anciano librero me dedicó una amplia sonrisa y me señaló
una de las sillas de su escritorio. En sus rodillas dormitaba el gato
Calcetines.
-Siéntate María, quiero presentarte al señor J.J. -. Al decir esto, Horacio Biblo, aspiró
suavemente el tabaco de su inseparable pipa de madera de cedro, y unos aros de
humo se perdieron entre los libros de las estanterías.
Un hombrecillo de
corta estatura, que tenía un tic nervioso en uno de sus ojos, estaba sentado
junto a él.
-Se trata de un
asunto bastante turbio relacionado con la “Gaviota Parlante”, ya sabes, él mejor
periódico del pueblo, y también el peor - añadió pícaramente el señor Horacio-
puesto que es el único periódico que se edita en el pueblo. J.J. es su
director, le he hablado de vosotros dos y quiere que le echéis una mano.
J.J. Rodríguez,
así era su nombre completo, nos observó un momento a mi amigo y a mí, con el
gesto de alguien que ha desenvuelto un electrodoméstico, y nada más verlo,
quiere pedir el libro de reclamaciones.
-Yo pensé que serían algo más… bueno, ya sabes Horacio, un
poco más creciditos-. Se rascó el cogote mientras nos miraba perplejo. El tic
del ojo se le había acelerado.
-No te guíes por las apariencias amigo, el detective Philip
Marlow parecería un bebé en pañales al
lado de estos sagaces muchachos-. El señor Biblo nos guiñó disimuladamente-.
Cuéntales tu problema.
Lucas y yo esperábamos, atentos, la explicación. En el
exterior se había levantado un viento huracanado. Veíamos, a través de la
cristalera, las palmeras del paseo agitándose como enormes plumeros verdes, y
nubes oscuras como tizones, que se iban acumulando en el cielo. Todo presagiaba
una tormenta de verano. Las noticias de la radio anunciaban que duraría un par
de días.
Lucas sacó de su bolsillo un puñado de caramelos de café con
leche y los arrojó sobre la mesa. Yo le di las gracias pero preferí desenvolver
uno de mis Bazokas y masticarlo lentamente, Horacio Biblo siguió fumando su
pipa. El director de “La gaviota Parlante” cogió dos caramelos, se guardó uno
en el bolsillo, el otro lo desenvolvió y se lo echó, nervioso, a la boca.
-Veréis, desde hace aproximadamente una semana- comenzó el
periodista, agitándose en su asiento-
alguien entra en la redacción del periódico y lo deja todo patas arriba.
-¿A qué se refiere exactamente, señor J.J.?-le preguntó Lucas, con una mirada seria y concentrada, por detrás de sus gafas.
-Me refiero a que cuando nos vamos del periódico se queda todo
en orden, pero al entrar por la mañana están revueltos los ficheros, las
estanterías, los escritorios…
-¿Y han notado si les falta algo? ¿Encuentran forzada la
puerta? – ahora, hice yo dos preguntas seguidas, una inmediatamente detrás de
la otra, para demostrarle al redactor jefe de la Gaviota Parlante , que no éramos
unos paletos sin experiencia, y que había dado con un buen par de
olfateadores.
-No echamos nada en falta. Quien quiera que sea está buscando
algo y no lo encuentra-. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo y
contestó a la segunda pregunta: -La puerta nunca está forzada, la abren con
llave y al marcharse la dejan perfectamente cerrada.
-¿Sospecha de alguien que trabaja en el periódico?-mi amigo
siguió con el interrogatorio.
-Bueno pued…
-Creo que no, y perdone que le interrumpa señor J.J.-
intervine casi sin darme cuenta ni yo misma, pero mi cerebro se había disparado
y tomado carrerilla como si fuera un tren de alta velocidad -. Si trabajara en
el periódico ¿Por qué iba a ir allí cuando está cerrado? Le sería mucho más
fácil apropiarse de lo que busca en horas de trabajo.
-Además- continuó Lucas- Si fuera un trabajador más sabría
perfectamente donde está lo que anda buscando.
-Y no nos hagamos suposiciones falsas con la llave- seguí
imparable. Creo que J.J. empezó a confiar en nosotros-. Es muy fácil que
alguien que no trabaja en la
Redacción , haya conseguido una.
-Claro- Lucas no quería quedarse atrás-. Podría ser un
familiar, la esposa, el marido, un hermano… de alguno de los trabajadores. Es
fácil hacerse de una copia…
-Así que- dije yo, haciendo una pausa para aumentar la emoción
del momento y que el señor J.J. se diera cuenta de una vez por todas de que no
se arrepentiría de habernos contratado-
Pueden haber sucedido demasiadas cosas. Hay más enfoques en este asunto de los
que se nos ocurren en este momento. Y le aseguro, señor J.J. que vamos a
estudiar todas las posibilidades, una por una. No pararemos hasta dar con la
“urraca” que revuelve su redacción.
-Y recuerde,-concluyó Lucas, estirándose tanto en el asiento
que por poco se cae- los enemigos de sus enemigos son también nuestros
enemigos-.
“La frase la he leído en un tebeo de Dick Tracy”, me dijo
luego al oído.
Después de nuestras palabras, el director de la Gaviota Parlante
se levantó de su asiento, se secó de nuevo el sudor, miró su reloj y dijo:
-Está bien, ahora tengo que marcharme. Muchachos, llamadme si
os enteráis de algo-. Nos alargó una tarjeta con su número telefónico. El tic
del ojo se le notaba cada vez más.
-En cuanto a los honorarios-me atreví a decirle-es poca cosa,
dos grabaciones de Elmis, una para cada
uno; y alguna que otra cajetilla de chicles Bazoka y de pastillas masticables
de café con leche, la cantidad que usted considere adecua...
Al cerrar la puerta le oímos mascullar entre dientes: “Espero
no haberme equivocado al venir aquí”
Horacio Biblo seguía lanzando aros de humo con su pipa y nos
miraba sonriente por encima de sus gafas, mientras acariciaba a Zape, que
ronroneaban en sus rodillas, junto a Calcetines.
-Las vacaciones prometen “socia” –me dijo Lucas, divertido-
acabas de “desembarcar” en esta “isla misteriosa” y ya tenemos trabajo.
-Tenemos más trabajo del que te imaginas “querido Watson”-le
respondí- ya puedes ir sacando del baúl tu equipo de buceo y desempolvándolo.
Vamos a refrescarnos un poco en la
Playa del Muerto.
En realidad los equipos de buceo se componían, en mi caso de
unas aletas y unas gafas con la goma un poco pasada. Lucas había perdido una de
sus aletas, pero en cambio contaba con unas gafas en buen estado y un tubo para
respirar.
- Las leyes de la prudencia nos llevarían a evitar ese
encuentro. Pero no hemos venido aquí para ser prudentes. ¡Adelante pues!
Siempre que teníamos un nuevo caso entre manos, a Lucas le
gustaba decir esta frase que había leído en “Viaje al Centro de la Tierra ” de Julio
Verne.
-¡Tilín! ¡Tilín!
¡Tilín!-. Las campanillas de la puerta sonaron estrepitosamente, y alguien
entró en la librería.
-¡Qué
inoportunidad!- me dijo Lucas muy bajito.
Crispín gruñó y
ladró, poniendo cara de mal genio. Al perro de mi amigo tampoco le gustó la
persona que acababa de entrar.
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