Presentación

Presentación de los personajes que aparecen en la historia



MARÍA UMBELDINI




            Cuando murió su madre María tenía nueve años y la mandaron a un internado. Os podéis imaginar lo poco que aquello le gustó. Por eso soñaba con  dos momentos del año: las vacaciones de navidad y las del verano.

Igual que a su padre, el famoso detective privado: Ernesto Umbeldini, a María le apasionaba la investigación (algunos recordaréis que montó en la habitación del internado su propia agencia: “La Lupa S.A. Investigaciones y Pesquisas”). Y ni que decir tiene que era aficionada a los libros de misterio y suspense, sobre todo los de Sherlock Holmes.

            Como comprenderéis, ella no fumaba una pipa igual a la que cuelga  continuamente de la boca del protagonista de sus novelas favoritas. Y por supuesto tampoco se tomaba esos “lingotazos” de güisqui, que tanto le gustan a muchos de los detectives privados que aparecen en las películas policíacas. Pero a María le encantaba el zumo de naranja, los chicles marca Bazoka (le ayudaban a concentrarse), y la música de Elmis.

            En este dibujo la veis con el uniforme del internado, que estaba deseando cambiar por el bañador y la camiseta, nada más llegar al pueblo donde pasaba sus vacaciones. Porque la historia que vais a leer a continuación sucedió durante el verano. Y es que el cerebro de una verdadera detective no descansa ni en vacaciones.      
  
            En esta historia no hay cadáveres (ni siquiera de rata, como en el internado), ni sospechosas manchas coloradas como en el delantal de Sor Espagueti. Tampoco hay piratas, aunque el pueblo donde veranea María tenga mar y un pequeño puerto.

            No, desde luego no hay piratas en esta historia, pero ¿quién sabe si hay contrabandistas y ladrones de guante blanco?





CRISPÍN






Crispín era el perro de Lucas. (¿Qué quién es Lucas? Ya os enteraréis en la próxima página).

            Tenía unas grandes orejas volanderas estilo “Dumbo”, y movía el rabo de alegría, porque una de las cosas que más le gustaban era jugar en la playa con Lucas y María, a correr tras las varas de bambú que ellos le lanzaban.

            Aunque era un poco cobarde y se asustaba fácilmente, tenía una habilidad especial para reconocer a las personas mentirosas y farsantes. En cuanto las olfateaba no dejaba de ladrarles. Como comprenderéis esto ayudaba bastante a María en sus investigaciones.

            Por cierto, aunque les gruñía un poco, tenía una gran paciencia con los revoltosos gatos del señor Horacio, sobre todo cuando a éstos les daba por jugar con sus orejas.
            (¿Qué, quiénes son el señor Horacio y sus gatos? Ya os enteraréis un par de páginas más adelante)



LUCAS



Lucas era el mejor amigo que María tenía en el pueblo, y también su “socio”,  pues le ayudaba durante las vacaciones a resolver los casos más complicados que os podáis imaginar.

            Tan sólo era siete meses y catorce días menor que María, pero ella le sacaba la cabeza entera. “Eso es ahora, las niñas os ponéis muy grandonas con tu edad, pero ya verás más adelante”, le solía decir a su amiga.

            Lucas tenía tres grandes aficiones: los libros (por eso trabajaba en la librería del señor Horacio durante las vacaciones), el fútbol (soñaba con jugar en el equipo local), y el estudio de la naturaleza. De mayor quería ser biólogo. Conocía todo tipo de hierbajos y de bichos, por más extraños que nos puedan parecer al resto de los mortales.




EL SEÑOR HORACIO Y SU LIBRERÍA



       Un día el señor Horacio Biblo llegó con sus maletas, cargadas de libros, al pequeño pueblo costero donde veraneaba María y puso una librería.

       Creedme, si alguno de vosotros, paseando por las calles de vuestro pueblo o de vuestra ciudad, os hubierais encontrado de pronto con la librería del señor Horacio, os habríais quedado pegados al escaparate, con la boca abierta, mirando de arriba abajo, de izquierda a derecha, los libros que allí había.

      Y es que, os lo aseguro, aquella librería no era como las demás, tenía algo especial, algo que llamaba poderosamente la atención. En una palabra, encontrarse en aquel pueblo, donde la mayoría de la gente no había visto un libro ni en fotografía, con la librería de Horacio Biblo, era igual que encontrarse una lozana margarita en medio del desierto.

     El señor Horacio siempre estaba de buen humor, concentrado y atareado. Clasificaba y ordenaba los libros de las estanterías, con la ayuda de Lucas. O, sentado en una mesa tras el mostrador, escribía cuidadosa y lentamente en bonitas letras de caligrafía, con su vieja pluma recargable, frases que leía en los libros, para regalarlas a los clientes.

    El anciano librero tenía una debilidad: los gatos. Siempre había unos cuantos gatos en su librería: en la alfombra de la entrada, sobre las estanterías o el mostrador, en su escritorio… 




LOS GATOS DEL SEÑOR HORACIO




      El señor Horacio llegó a tener nada más y nada menos que veintiséis gatos en el pequeño jardín trasero de su casa, es decir de la librería. Porque vivía en el piso de arriba de la librería.

      Todo comenzó una mañana en que descubrió en su jardín una gata de tres colores, y le puso un tazón con leche y pan migado y un nombre, con lo cual pasó de ser una simple gata  a ser una gata con un nombre, que es mucho más. Lula, la gata con un nombre, decidió que aquella no sería sólo la casa del señor Horacio, sería también su casa y la de los siete cachorros que esperaba.

      Así que es fácil adivinar como el señor Horacio llegó a tener veintiséis gatos en poco más de un año. Les puso también un nombre a cada uno: Alberta, Calcetines, Silvestra, Blanquita, Tano, Zipi y Zape, Pipo, Cleopatra, Barrichelo, Ardilla… jamás los confundió. Y ellos correteaban y jugaban alegres por el jardín y, de vez en cuando, se colaban en la casa y en la librería.

      Las personas que visitaban al señor Horacio tenían mucho cuidado de no poner su zapato dentro de algún plato con leche, y de mirar el asiento de la silla para no sentarse en alguno de aquellos “cojines” peludos que se movían tan campantes y tan felices por todos los rincones de la casa.




LOLO PENAFRETA





      Si algo enfadaba de veras a Lolo Prenafeta, el alcalde del pueblo donde veraneaba María, era que alguien no pronunciara bien su apellido y dijera Peñafrita, Penafeta, Piñafrita… o algo así.


      Visitaba con frecuencia la librería del señor Horacio, aunque en realidad los libros le traían sin cuidado. Si acaso se fijaba en alguno, era en esos tomos que llevan por título: “Cómo hacerse millonario en dos semanas”, “Cómo triunfar en público”, “Cómo ser un lince en los negocios”… y otros por el estilo. Por supuesto, no había ni un solo libro de esos en la tienda del señor Horacio.
           
      Sencillamente, el alcalde entraba todas las semanas en la librería con la esperanza de que Horacio Biblo le vendiera la casa para construir un edificio de treinta plantas. “¡Menudo desperdicio!”, decía. “Y para colmo la casa tiene un jardín que sólo sirve para que vivan en él bichos molestos como las lagartijas y los gatos”. Después de decir esto soltaba una bocanada de humo negro de su apestoso puro, daba un portazo y se marchaba.



LOS PIRATAS



      En realidad esta no es una historia de piratas. Porque los piratas ya no existen… ¿O sí?

     Y es que ¿a quién le interesan, hoy día, todas esas historias que hablan de tormentas y tesoros enterrados? ¿Quién quiere, ahora, oír hablar de odios y traiciones, y de peleas a muerte por insignificancias?... Por eso ésta es simplemente una historia de contrabandistas y de ladrones de guante blanco, pero no de piratas… Aunque… no sabría bien qué deciros, porque en ella aparece Smirnoff.



SMIRNOFF





Smirnoff, había nacido en algún país lejano. Smirnoff, que no era amigo de nadie. Smirnoff, que sólo era vasallo del dinero.






PAQUITA




       Paquita era supersticiosa y exagerada porque había nacido en un pueblo donde casi todo el mundo es así. Pero también era una mujer bondadosa. (Casi tanto como Sor Bizcocho, aquella monjita buena que le preparaba a María, en el internado, litros y litros de zumo de naranja, y le guardaba tebeos de “Mortadela y Filemón”, en la despensa)

      Sí, paquita mimaba a María , tanto o más que Sor Bizcocho. Preparaba suculentas comidas para ella y para su padre, el famoso detective privado Ernesto Unbeldini.

      Y es que Paquita vivía con la familia Umbeldini antes de que muriera la madre de María, y ahora cuidaba la casa de la playa…. ¡Por cierto tenía un poco de mal genio y protestaba bastante cuando Lucas llamaba por teléfono a María, a la hora de acostarse!




J.J.RODRÍGUEZ




Era el director de la “Gaviota Parlante” el mejor periódico del pueblo donde veraneaba María (y también el peor, porque era el único).

Era un hombre bajito y siempre que tenía algún problema y se ponía nervioso, su ojo izquierdo se ponía a temblar y no dejaba de parpadear.

Siempre había un “problema” que ponía nervioso al señor J.J.; ese problema se llamaba Lolo Prenafeta, que además de ser el alcalde era el mayor accionista del periódico y estaba siempre pidiéndole a J.J. Rodríguez que publicara noticias acerca de las cosas tan “fantásticas” que tenía e l pueblo, gracias a él.

Al director de “La Gaviota Parlante” estas noticias no le parecían nada sinceras. Así que el ojo izquierdo del señor J.J. Rodríguez estaba en continuo movimiento, se movía  más que un ventilador en el mes de Agosto.






LOS CHICLES BAZOKA Y LOS DISCOS DE ELMIS


           Ahora es muy difícil encontrar chicles Bazoka. Pero hace unos cuantos años (aún no habíais nacido vosotros), os aseguro que existían a montones. Eran unos enormes chicles de fresa. Tenían la forma de un cilindro con unas cuantas hendiduras a los lados, y cuando te los metía en la boca la llenaban entera, tanto que apenas podías hablar hasta que no los masticabas un poco. Os aseguro que era delicioso: notabas el sabor a fresa por todo el paladar. Y las pompas salían enormes (a veces, cuando estallaban, se te quedaba un poco de chicle pegado en la nariz)

María siempre llevaba alguno de esos chicles en sus bolsillos, le ayudaban a concentrarse cuando estaba pensando en algún caso complicado. Si lo resolvía, se conformaba con que le regalasen unos cuantos “Bazokas” y algún que otro disco de Elmis, su cantante favorito.


Ilustraciones de Mar Delgado.


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