Capítulo 5

LA PLAYA DEL MUERTO



   A la Playa del Muerto no se podía llegar en coche, había que hacerlo en barco o a pie, trepando por los arrecifes que la rodeaban. Eso la había salvado de que se construyeran en ella bloques colmeneros como gigantescas cajas de cerillas. Moles que roban en la playa el sol del atardecer, y en cuyo cemento se estampan las gaviotas. Así había pasado en la cala contigua: la Punta de la Rana.

   Prenafeta, con la ayuda de desaprensivos como la constructora “López y López”, iba extendiendo sus garras por toda la Costa. Obligando, casi, a la gente a tirarse en masa por los acantilados, igual que les ocurre a esos pequeños roedores, los lemings, cuando se juntan demasiados en un espacio muy pequeño. 

   Pero lo más importante era que no se podía construir en la Playa del Muerto, sencillamente porque era un paraje protegido. Una reserva ecológica que el Ministerio de Medio Ambiente había declarado Parque Natural. Mi amigo conocía bien todas las especies animales y vegetales que allí se daban. Disfrutaba de veras buceando y observando los bancos de peces, los erizos, los corales… del fondo del mar; y también los moluscos, líquenes, algas… de las rocas; las plantas, los pájaros, los pequeños insectos… que había en aquella cala paradisiaca.  

   Lucas y yo nos dirigíamos a ese lugar protegido, en su pequeño barco, “Carabel”. Remábamos por turnos, diez minutos cada uno.

   -¿Estás segura de que sabes remar?-me preguntó mi amigo. Me sentí un poco herida en mi orgullo.
   
   -Tranquilo- le contesté intentando mantener en línea recta el rumbo de la embarcación- es que estoy un poco desentrenada, hace algunos años que no remo. Pero enseguida me hago con el manejo.

   La verdad es que tardé un poco en conseguir que la barca dejara de girar, pero logré avanzar en línea más o menos recta. Lucas se hizo el despistado y no volvió a decirme nada. Ciertamente se lo agradecí.

   Reconozco que en su turno íbamos más rápido. Pero a mí se me “paga” por mis investigaciones, no por ser una especie de Rambo femenino.

   -¡No te lo pierdas!- señaló, moviendo la barbilla - ¡Mira a tu derecha! ¡Un banco de peces voladores!

   Era la primera vez que veía esos peces, emergiendo del agua y sobrevolando por encima de nuestras cabezas. Me pareció algo maravilloso.

   -¡Pediré un deseo!-grité entusiasmada. Pensé que ante un espectáculo tan difícil de presenciar, era lo menos que se podía hacer.

   A Lucas se le cayeron las gafas de la risa y, por poco, se le escapa un remo.

   -Según parece, aprovechan para volar, los cambios de densidad que tiene el aire sobre la superficie del mar. No creas que se divierten, sencillamente huyen de sus depredadores. Peces mayores los persiguen para comérselos.

   -Gracias por ser tan científico, acabas de quitarle todo el encanto. 

   Él se encogió de hombros.

   -La ciencia es la ciencia-dijo.

   Saltamos de Carabel y la empujamos para alejarla de las olas.

   -Hace tanto calor, que me estoy cociendo como si fuera un huevo puesto a hervir- me dijo Lucas, secándose con el brazo las gotas de sudor de la frente.

   -¡Claro! –me reí de su ocurrencia-. Seguro que si ahora te cortaran con un cuchillo no te saldría ni una gota de sangre, estaría cuajada.

   Mi pecoso amigo se ajustó sus gafas y miró a su alrededor:
   -Esto no me gusta nada.

   La verdad es que la playa tenía un aspecto extraño. No era normal que las plantas estuvieran tan amarillentas, y había varios árboles requemados. Una gaviota graznó y sobrevoló tan cerca de nuestras cabezas, que nos estremecimos. Decidimos ponernos nuestros equipos de buceo e inspeccionar el fondo del mar, por si tampoco cuadraban las cosas bajo el agua.

   Estábamos tan absortos ajustándonos las gafas y las aletas que no nos dimos cuenta. No vimos llegar a aquel hombre cuyo aspecto aconsejaba no acercarse a él demasiado.

El hombre saltó de su pequeña barca. Puso un gesto de contrariedad cuando dimos la vuelta y lo descubrimos.

   -¿Busca usted algo en esta playa?-. Hay que reconocer que Lucas le echó valor. Como se había quitado las gafas, para colocarse las de bucear, creo que no lo vio bien. No se percató de su aspecto de galgo famélico, de la cicatriz que le atravesaba de un extremo al otro el huesudo pecho, ni su tuerto ojo izquierdo, blanco como un huevo de paloma. Yo me quedé sin habla.
El individuo llevaba un enorme cuchillo finlandés, de esos que usan los balleneros para despedazar sus piezas, colgado a un lado del cinturón. Del otro lado le colgaba una bolsa de plástico.

   -¡He venido a ponerme moreno para hacer de galán en una película!- nos gritó con una voz que parecía una batidora oxidada-. ¡No te fastidia! ¡Vaya unos niños entrometidos!

   -No sé, es decir mi amiga y yo no sabemos si usted sabrá que hay que saber que…- Lucas ya se había puesto las gafas y ahora veía perfectamente al pájaro, quizás por eso se le trabaron un poco las palabras.

   -… que esta cala está protegida-continuó. -Hace falta un permiso especial para pescar aquí o para realizar cualquier otra actividad que pueda ir en contra de este paraje.

   -¿Y vosotros, par de babosas mocosas?-nos ofendió el individuo, sin venir a cuento-. ¿Qué hacéis aquí? ¿Tenéis ese permiso del que me habláis?

   Una bombilla se encendió en mi privilegiado cerebro. Busqué en mi mochila y, con cuidado de no acercarme demasiado, le mostré a aquel reptil disfrazado, una de mis tarjetas de presentación:

“MARÍA UMBELDINI”
LA LUPA S.A.
Investigaciones y Pesquisas
Se aceptan todo tipo de casos:
Robos, extravíos, desapariciones…

   El pajarraco no demostró el más mínimo interés en saber lo que decía la cartulina que le enseñé.

   -¡Esta cala de los demonios está llena de insectos entrometidos! ¡No sé por qué he venido a para aquí! 

   De pronto mi amigo se armó de valor. Que alguien se metiera con los insectos era demasiado para él. 
Habló muy serio, por su tono de voz me pareció que de golpe había cumplido una decena de años:

   -Seguro que lo envía “López y López”, o ese chiflado de Prenafeta, para que termine con los apodemus sylvaticus, con las arvícolas terrestris, con las cincidelas campestres, con los bombus pomorum, con las catocalas nupciales, con las haliotis tuberculatas, con las acanthocardias aculeatas, con las anodontas cigneas

   No quedaba duda. Lucas entendía una barbaridad de plantas y animales.

   -…¡Lo denunciaremos a las autoridades!-concluyó.

   “¿A qué autoridades”, pensé yo. Desde luego al alcalde no. Pero mi amigo me había contagiado su valor:

   -¡Eso, eso! ¡Lo denunciaremos y le darán gratis un pijama a rayas, y no le faltará pan y agua el resto de sus días!

   -Comida para las tortugas- dijo de pronto aquel individuo, suavizando la voz, con un destello de astucia en su único ojo.

   Nos dejó noqueados. No comprendíamos nada.

   -¿¿¿??? ¿Cómo dice?-dijimos a la par.

   -He venido a por comida para las tortugas, tengo tortugas en mi barco, galápagos, cientos de galápagos de todos los tamaños. Necesito comida para ellos.

   -¿Qué clase de comida ha venido a buscar aquí?- le preguntó Lucas. Le recuerdo que también las plantas son seres vivos y que aquí hay especies únicas que están protegidas. Me refiero a la marchantia polymorpha, la fontinalis antipyrética, la taraxacum officinale, la cerastium gracile, la coriaria myrtifolia

   El esfuerzo de aquel “buitre” con pantalones por mantener la calma era considerable.

   -Sólo matojos silvestres como esos-. Señaló unas plantas mustias y requemadas que había a nuestro alrededor. Su cuchillo finlandés brilló a la velocidad de un guiño inesperado. Nosotros nos estremecimos.

   -Arrancaré unos cuantos y me iré enseguida. No volveré a poner un pie en esta cala de los demonios. Lo que menos deseo en este mundo es encontrarme de nuevo con vosotros, niñatos metistones. Y, creedme, vosotros tampoco deberíais desearlo-. Con gesto taciturno arrancó unas cuantas hierbas resecas, las guardó en la bolsa que le colgaba del cinturón, y se marchó. Como esos seres enviados por el diablo, que salen en las películas, dejó a su paso un reguero de arañas, hormigas, escarabajos… y todo tipo de insectos que por allí habitaban.  

   -¿No preferirán sus tortugas unas cuantas moscas y unas hojas de lechuga?- le grité mientras se alejaba.

   -¡La próxima vez venid con alguien que os pueda llevar a vuestra casa, por si aterrizáis de cabeza y se os desparraman los sesos! –fue su contestación. 

   -Esto no me gusta nada-me dijo Lucas pensativo.



   -Tienes razón, no creo que sean tortugas lo que tiene este pajarraco en su barco, y es lo que vamos a averiguar.